"La sangre pesa más que el agua", he escuchado mil veces, pero nunca, hasta hoy, había parafraseado el refrán que no expresa más que la importancia de la familia frente a cualquier otra relación humana, no más ni menos importante, sino genuina.
El corazón me latía muy deprisa cuando salía de la redacción, muy agradecida con Mercedes por haberse quedado a terminar el trabajo por las dos; se lo complicado que se pone todo los domingos.
Puse, sin proponérmelo, el piloto automático, para aprovechar el camino a casa en organizar mis ideas.
¿Cuantos hijos más tiene usted?
¿Esta casado?
¿Tiene muchos nietos?
Esas preguntas revoloteaban por mi mente con un tema en común, estaba claro que todo lo que quería era descartar la posibilidad de que en algún lugar hubiera conocido algún pariente cercano sin que ninguno lo supiera.
Pero además quería saber más acerca de su vida, sus padres, hermanos, amigos... todo. Suponía que un hombre de tantas décadas de vida tenía mucho que contar.
Sin embargo, al entrar a casa y verlo sentado en el sofá mi mente se vació, NADA, no puede ni respirar mientras él me abrazaba.
Y ahí estaba yo, en los brazos de mi abuelo. Si, mío, de Moisés y de otras 40 y tantas personas (primos desconocidos). Finalmente un abuelo paterno -No que mi abuelo Papiro (RIP) no haya cumplido esa función-, a quien poder atribuir ciertas características físicas y otros rasgos.
Lo que vino después fue una interesante conversación familiar, tímida al principio, pero interesante mientras desarrollábamos varios temas, sin que nadie pretendiera nada, ni mintiera sobre la realidad de la situación.
Me agradó mucho el viejo y espero que este no haya sido el único recuerdo que tengamos juntos, ya que indiscutiblemente estamos emparentados, aunque no nos relacionen por apellido o lazos familiares.
Se que el tiene una familia, una esposa, hijos y nietos cercanos, pero ya no puede decir que no sabe de mi existencia. Di el primer paso, esperando que el de los siguientes. Después de todo, la sangre pesa... mucho.
El corazón me latía muy deprisa cuando salía de la redacción, muy agradecida con Mercedes por haberse quedado a terminar el trabajo por las dos; se lo complicado que se pone todo los domingos.
Puse, sin proponérmelo, el piloto automático, para aprovechar el camino a casa en organizar mis ideas.
¿Cuantos hijos más tiene usted?
¿Esta casado?
¿Tiene muchos nietos?
Esas preguntas revoloteaban por mi mente con un tema en común, estaba claro que todo lo que quería era descartar la posibilidad de que en algún lugar hubiera conocido algún pariente cercano sin que ninguno lo supiera.
Pero además quería saber más acerca de su vida, sus padres, hermanos, amigos... todo. Suponía que un hombre de tantas décadas de vida tenía mucho que contar.
Sin embargo, al entrar a casa y verlo sentado en el sofá mi mente se vació, NADA, no puede ni respirar mientras él me abrazaba.
Y ahí estaba yo, en los brazos de mi abuelo. Si, mío, de Moisés y de otras 40 y tantas personas (primos desconocidos). Finalmente un abuelo paterno -No que mi abuelo Papiro (RIP) no haya cumplido esa función-, a quien poder atribuir ciertas características físicas y otros rasgos.
Lo que vino después fue una interesante conversación familiar, tímida al principio, pero interesante mientras desarrollábamos varios temas, sin que nadie pretendiera nada, ni mintiera sobre la realidad de la situación.
Me agradó mucho el viejo y espero que este no haya sido el único recuerdo que tengamos juntos, ya que indiscutiblemente estamos emparentados, aunque no nos relacionen por apellido o lazos familiares.
Se que el tiene una familia, una esposa, hijos y nietos cercanos, pero ya no puede decir que no sabe de mi existencia. Di el primer paso, esperando que el de los siguientes. Después de todo, la sangre pesa... mucho.
El abuelo y nos. |